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viernes, 8 de enero de 2010

Las mujeres y la música


O la música y las mujeres, como ustedes gusten. De cualquier modo, la música y las mujeres van a la par y cuando menos ciertos aferrados –no muy recomendables, desde luego- no conciben la una sin la otra. Porque se ven bien juntas. La música le va bien a las mujeres en las circunstancias que se desee. Piénsese si no: una mujer en la intimidad de su casa, sola, en el sofá de la sala, escuchando, por ejemplo, a Bach. Concentrada en Bach. Tal vez se trate de una mujer que gusta de combinar lo mejor del cielo, el infierno y la tierra que rodea. Píénsese en esta mujer; tal vez tenga un vaso de whisky en las manos. Un Etiqueta Negra.



Tal vez escucha a Bach y deja que el whisky irrigue paulatinamente sus entrañas, que es decir su espíritu. Entonces va a reflexionar sobre los hombres, primero, y sobre un hombre en particular, después. Por su cabeza van a pasar ciertos rostros, ciertas noches. Recordará algunas promesas de amor. Sentirá en su mano la mano de un hombre, aquella mano segura y firme que la condujo por los caminos de la dicha. Recordará más cosas. Se recordará humillada, incomprendida. Gritándole a un hombre como nunca se imaginó que podía gritarle a alguien a quien había jurado amor eterno. Beberá el resto del vaso y se parará por otro más. Es el whisky de su esposo. Pero no importa, su marido no es tan importante, no aquí y ahora. No es a él a quien verá esta noche. Un secreto que le externó a Bach, y que al parecer Bach aprobó. Es tan bella su música que todo lo comprende.


Piénsese en otra mujer. Una mujer cocinando, digamos, un mole de olla. Está poniendo los chiles guajillo en el comal. Está concentrada en su trabajo. Pero también en la música, porque hasta sus oídos llega la música de Carlos Campos, ese viejo que oía otro viejo, su padre, y que ella, por alguna extraña razón, suele escuchar cuando se sienta a cocinar de veras. Entonces siente que el mundo es suyo. Que lo tiene en la mano. Agrega cada ingrediente y no puede evitar mover su cuerpo, estremecerse. Todo su cuerpo es en ese momento la mano que pizca la sal. No es ella quien decide la dosis, sino la música. Esa música que parece salida de un horno. Que huele a pan, o mejor que eso, a fritanga, una música que se antoja comérsela a mordidas. Cierra los ojos y prueba su sazón. “Me está quedando rico”, se dice. Está de excelente humor. La música y cocinar la ponen así. Restriega las piernas una contra otra y sin quererlo piensa en el hombre que espera. Lo relajará con un tequila. Lo hará dejar sus problemas en el umbral de la casa. Lo verá comer y chuparse los dedos. De pronto lo voy a parar a bailar, sin que se dé cuenta. Antes del mole, después del arroz, para sentirlo desesperado, que es cuando loshombres bailan mejor.



Y piénsese en otra mujer. Cincuentona. Es viernes y su marido llegará tarde, después de beberse unos tragos en la cantina con sus amigos de siempre. No sabe a ciencia cierta porqué, qué soñó o qué habrá ocurrido, pero amaneció húmeda. Y todo el día apenas ha podido concentrarse en lo suyo. La idea de hacerle el amor a su marido la tiene inquieta. Bueno, conoce a su esposo y sabe sus debilidades, o mejor dicho, sus preferencias. Sus hijos, aún pequeños, ya están dormidos. Son las diez y media de la noche, y todavía habrá de permanecer despierta dos horas o tres antes de que escuche a su esposo guardar el auto. Así que se prepara una cuba. Pero un ron con coca no sabe sin música. Música de su época: Enrique Guzmán, César Costa, Manolo Muñoz, los Teen Tops, los Locos del Ritmo, los Hermanos Carrión, los Hooligans. Música que le recuerda sus años de noviera, aquellas idas de pinta, aquellos besos furtivos. Escucha las canciones y ella también las canta. Rebana la cebolla, el jitomate y el aguacate para prepararle una torta a su esposo. Vendrá con hambre. Le hará una torta de chorizo. Mira l reloj y ya ha pasado poco más de una hora. Sube el volumen y va hasta su pieza.



Abre un cajón y extrae un hermoso juego de lencería. Se desnuda delante del espejo. Aún es hermosa, se dice, muy hermosa. Sin dejar de tararear Agujetas de color de rosa se prueba el brassier, los calzones, no, mejor una tanga, “ésa le gusta más a mi mareado”. Más todavía: se pone un liguero y las medias negras, inevitablemente negras, más los zapatos de tacón, también negros. Y enci

ma de todo, el vestido que su esposo le compró en Guess, delicado y coqueto. Se da una mano de gato, se perfuma en aquellos lugares donde sabe que su hombre depositará los labios y sale a preparase otra cuba. Aún le alcanza el tiempo de ver una película, lo que hará en la sala. Decide mejor llevarse la botella, el refresco y los hielos, para no estar tendiendo que pulsar pausa y para prepararle un trago a su marido apenas entre.



La música empuja al hombre. La mujer y la música están indisolublemente enganchadas. La música remite a las pasiones más fuertes. La música traza en la imaginación del hombre el cuerpo del deseo. Y toda mujer tiene su propio ritmo. En la cama, al caminar, al hablar, o simplemente al hacer su faena diaria, la mujer prefigura su propio compás. Una mujer es toda la música. Una mujer es la música misma. Tal vez por eso el baile es e único trono que comparten mujer y hombre, a la par y en igual medida.


Todo hombre que ha bailado con una mujer tiene cierto derecho sobre ella. El derecho de que ella no lo olvide, porque una mujer nunca pasa por alto los detalles. Y una pieza juntos es un detalle. En ese sentido la música empuja. Suena a música, se toma a una mujer del talle, los cuerpos se balancean, y aquella comunicación ya nadie podrá detenerla. De pronto, aquel hombre y aquella mujer, porque la música así lo dicta, porque sin música esto no sería concebible, están inmersos en la burbuja del deseo, alrededor del cual no existe nada ni nadie. Suena la música, se vierte el vino, se lo degusta, y de pronto, en un momento de la noche, dos manos se buscan por debajo de la mesa. Delante están los cónyuges, los verdaderos dueños de esas manos, pero la música empuja. La música empuja al hombre. Ya ninguno de los dos podrá hacerse oídos sordos a esa música. Ésa, la que se escuchaba mientras cenaban, mientras todos co

mpartían los alimentos y la charla. Sus pies también se buscaron. Precisamente como siguiendo el ritmo de la música, se encontraron.


En ese sentido, la música lo único que hace es conciliar, poner a uno junto al otro. A la música no le importa el estado civil ni los prejuicios. La música simplemente une. Encuentra una mujer disponible y actúa por cuenta propia. La lleva derechito a los brazos de un hombre. O digámoslo al revés: la música da con un hombre desolado y lo conduce hasta el regazo de una mujer comprensiva. De corazón a corazón. Ya lo que ocurra más adelante habrá de atribuírsele a la torpeza –o a la buena fortuna- de los contendientes. La música hizo lo suyo. De hecho, la música siempre hace lo suyo: acercar a los hombres, permitirles a los seres humanos mirarse hacia dentro, conocerse a sí mismos. Y de paso, volver menos miserable la pobreza, hermoso lo feo, cadencioso lo inmóvil.

De ahí que una mujer refluja con luz propia a la luz de Bach. O de Carlos Campos. O de los Teen Tops.



Mónica Sauza de la Vega

Colaboradora de rutacero

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